Muchos ciudadanos se preguntan cómo es posible que hayamos llegado a una crisis financiera como la que atraviesa el mundo actualmente, cuánto puede durar, quién tiene la culpa y, sobre todo, quién tiene la solución. Sería demasiado presuntuoso por mi parte intentar responder a alguna de estas cuestiones, aunque sí me gustaría dar algunas pinceladas grises para que cada lector se plantee nuevos interrogantes, que ya es mucho.
Respecto al origen de la crisis, todas las miradas apuntan al derrumbe del mercado inmobiliario estadounidense, aunque esta causa no es nueva, no es algo que constituya un hecho diferencial respecto a otras crisis que hemos padecido en el pasado. El hombre, los inversores, caemos con pasmosa tozudez en los mismos errores una y otra vez; en esta ocasión hemos vuelto a creer que los bienes pueden revalorizarse de forma indefinida; pasó con los tulipanes en el siglo XVII, en el crash del 29, con las puntocom…..y volverá a pasar; somos expertos en no aprender a protegernos del futuro prediciendo el pasado.
Para retratar a los culpables podríamos pensar en la novela "Diez negritos" de Agatha Christie; es un libro apasionante porque nadie sabe quién es el asesino; desconfías de todos los personajes a la vez que ellos desconfían entre sí. Todos tienen, por alguna razón, motivos para hacerse merecedores de un castigo. Es una novela que cuando llegas al final vuelves al principio. Pues algo parecido ha pasado en el sistema financiero.
Algunos apuntan como principal culpable del pánico alcista que experimentó el precio de la vivienda en EEUU al señor Alan Greenspan, presidente de la Fed entre 1987 y 2006, que mantuvo los tipos de interés en el 1% durante demasiado tiempo, empujando a los inversores a endeudarse compulsivamente, cegados por las constantes revalorizaciones del ladrillo, que parecían interminables.
Claro, que si las entidades bancarias hubieran ejercido con voluntad su sempiterna condición de polis malos, y no hubieran prestado de una manera tan licenciosa, probablemente la bola de nieve se habría parado. Pero, no sólo no cerraron el grifo a tiempo, sino que abrieron todas las llaves de paso, y se dedicaron a empaquetar y vender de manera envenenada sus hipotecas al resto del mundo, que quedó apestado como un gran campo de minas.
Los polis buenos, agencias de rating y supervisores financieros, también tienen protagonismo como sospechosos en esta novela, aunque la labor privada de unas y pública de otros, les coloca con diferente coartada en la escena del crimen.
Me queda demasiado grande el traje de adivino en la solución de la crisis, pero lo que tengo claro es que, cuanto más duren las amenazas bancarias, mayor será el daño de las economías reales, y más nos costará volver a la senda de crecimiento que tanta prosperidad ha traído a las clases medias en los últimos años.
Y aunque con la nariz tapada y con honda resignación confío en la efectividad de las medidas adoptadas, algo se me revuelve en los adentros cuando veo al cabecilla de la salvación, el laborista Gordon Brown, culpable en primera persona del garrafal agujero supervisor en Gran Bretaña durante los años de la gestación de la crisis, siendo elevado a las alturas de la historia económica, incluso codeándole con el también escocés Adam Smith, padre, madre y muy señor nuestro de lo que hoy entendemos como ciencia economía. Un respeto, por favor.
Respecto al origen de la crisis, todas las miradas apuntan al derrumbe del mercado inmobiliario estadounidense, aunque esta causa no es nueva, no es algo que constituya un hecho diferencial respecto a otras crisis que hemos padecido en el pasado. El hombre, los inversores, caemos con pasmosa tozudez en los mismos errores una y otra vez; en esta ocasión hemos vuelto a creer que los bienes pueden revalorizarse de forma indefinida; pasó con los tulipanes en el siglo XVII, en el crash del 29, con las puntocom…..y volverá a pasar; somos expertos en no aprender a protegernos del futuro prediciendo el pasado.
Para retratar a los culpables podríamos pensar en la novela "Diez negritos" de Agatha Christie; es un libro apasionante porque nadie sabe quién es el asesino; desconfías de todos los personajes a la vez que ellos desconfían entre sí. Todos tienen, por alguna razón, motivos para hacerse merecedores de un castigo. Es una novela que cuando llegas al final vuelves al principio. Pues algo parecido ha pasado en el sistema financiero.
Algunos apuntan como principal culpable del pánico alcista que experimentó el precio de la vivienda en EEUU al señor Alan Greenspan, presidente de la Fed entre 1987 y 2006, que mantuvo los tipos de interés en el 1% durante demasiado tiempo, empujando a los inversores a endeudarse compulsivamente, cegados por las constantes revalorizaciones del ladrillo, que parecían interminables.
Claro, que si las entidades bancarias hubieran ejercido con voluntad su sempiterna condición de polis malos, y no hubieran prestado de una manera tan licenciosa, probablemente la bola de nieve se habría parado. Pero, no sólo no cerraron el grifo a tiempo, sino que abrieron todas las llaves de paso, y se dedicaron a empaquetar y vender de manera envenenada sus hipotecas al resto del mundo, que quedó apestado como un gran campo de minas.
Los polis buenos, agencias de rating y supervisores financieros, también tienen protagonismo como sospechosos en esta novela, aunque la labor privada de unas y pública de otros, les coloca con diferente coartada en la escena del crimen.
Me queda demasiado grande el traje de adivino en la solución de la crisis, pero lo que tengo claro es que, cuanto más duren las amenazas bancarias, mayor será el daño de las economías reales, y más nos costará volver a la senda de crecimiento que tanta prosperidad ha traído a las clases medias en los últimos años.
Y aunque con la nariz tapada y con honda resignación confío en la efectividad de las medidas adoptadas, algo se me revuelve en los adentros cuando veo al cabecilla de la salvación, el laborista Gordon Brown, culpable en primera persona del garrafal agujero supervisor en Gran Bretaña durante los años de la gestación de la crisis, siendo elevado a las alturas de la historia económica, incluso codeándole con el también escocés Adam Smith, padre, madre y muy señor nuestro de lo que hoy entendemos como ciencia economía. Un respeto, por favor.
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