Mis comentarios de hoy no son reflexiones propias, sino simple empaquetamiento de las brillantes ideas de Henry Hazzlitt, considerado por algunos el periodista económico más importante del siglo XX en Estados Unidos, y uno de los más destacados paladines de la libertad.
Hazzlitt nació a finales del siglo XIX, en 1894, y falleció 99 años después, tras una vida repleta de colaboraciones en los más importantes diarios económicos de Estados Unidos, dejando también un legado de publicaciones que, rescatadas hoy por los medios de comunicación, siguen vociferando certeras soluciones a los problemas económicos de la más rabiosa actualidad.
Su columna semanal en Newsweek, ‘Business Tides’, gozó de enorme popularidad. Su incansable lucha vital la libró contra las falacias de los malos economistas, y de los economistas malos, que presentan verdades a medias logrando su mayor éxito al exponer públicamente sus despropósitos económicos a costa de una mayoría del auditorio que encuentra difícil seguir con atención la cadena dialéctica que necesita la economía.
El recurso del arma demagógica es letal, pero altamente efectivo. Nuestros dirigentes lo saben y con esta base toman sus decisiones considerando exclusivamente las consecuencias inmediatas de su política económica y sus efectos sobre un sector en particular, sin reparar en las que produciría a largo plazo y sobre el conjunto de la comunidad. Este trampantojo sólo nos permite ver lo que se advierte de un modo inmediato, contemplando las consecuencias directas de las medidas a aplicar, pero desatendiendo las indirectas y más lejanas.
Hazzlitt desenmascaró muchos de los tópicos que se vierten a diario sobre la economía; uno de tantos lo ilustró de la forma más sencilla posible; es el caso de aquel golfillo que lanza una piedra contra el escaparate de una panadería, huyendo inmediatamente. Es entonces cuando empiezan a acudir curiosos que reflexionan sobre lo sucedido, concluyendo que la desgracia también tiene su lado bueno, pues ha de reportar beneficio extra a algún cristalero y, a su vez, éste dispondrá de más renta para consumir en tiendas de otros comerciantes; es decir, el escaparate roto irá generando riqueza en otros establecimientos, y la cosa seguirá así hasta el infinito.
Los que presenciaron el suceso tenían razón, al menos en su primera conclusión; sin embargo, el panadero deberá desprenderse de un dinero que pensaba destinar a un traje nuevo, del que ahora deberá prescindir. En su nueva situación en lugar de una luna y un traje, dispondrá tan solo de la luna de su escaparate. En una palabra, lo que gana el cristalero, lo pierde el sastre.
No ha habido, pues, nueva oportunidad de empleo; la gente sólo consideraba en su reflexión al panadero y al cristalero, olvidando al sastre porque éste no está presente en la escena del crimen. Sólo advierten aquello que está delante de sus ojos. Además se confunde necesidad con demanda. La verdadera demanda económica requiere no sólo necesidad, sino también poder de compra.
En este sentido, la creencia de que las obras públicas necesariamente crean nuevos empleos es falsa. Si se obtuvo el dinero mediante impuestos, por cada euro que el Estado gastó en obras públicas se dejó invertir un euro menos a los contribuyentes en sus propias iniciativas y necesidades, y por cada empleo proporcionado mediante el gasto público, se destruyó otra colocación en la industria privada.
No existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que la provocada por las inversiones estatales. Surge como la panacea de nuestras congojas económicas, de nuestro miedo a la libertad. ¿Que se halla parcialmente estancada la industria privada? Inversión estatal. ¿Que existe paro provocado por insuficiente poder adquisitivo de los particulares? Gasto público.
Es cierto que una cierta cantidad de gasto público es indispensable para cumplir las funciones esenciales del gobierno: travesías, carreteras, puentes, túneles, fuerzas de seguridad, bomberos…. Dichas partidas son adecuadas, pero no las que se consideran un fin para combatir el paro o para proporcionar a la comunidad una riqueza de la que en otro caso carecerían.
Si se construye un puente para atender una insistente demanda pública, si se resuelve un verdadero problema de tráfico o de transporte, entonces ese gasto público es más necesario para la generalidad que las frustradas decisiones individuales de los contribuyentes.
Pero no olvidemos que, en la imaginaria construcción del puente, veremos a los hombres temporalmente ocupados y el argumento político convencerá a la mayoría; lo que no vemos son los otros proyectos abortados, malogrados por el dinero arrebatado a los contribuyentes.
En el mejor de los casos, el puente habrá provocado una desviación de actividades (industria del automóvil, inmobiliaria, textil, agrícola….); sencillamente, se ha creado una cosa a expensas de otras.
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