Chadia es una joven española de quince años, hija de padres españoles, que vive en Melilla. Desde la distancia se podría decir que es una chica como las demás de su instituto de enseñanza secundaria, salvo por algunos detalles que rodean su vida.
Su novio se llama Alá. Y está tan enamorada de él que escribe su nombre con mayúsculas y lo rodea de corazones para diseñar la portada de la carpeta con la que estudia.
Es normal; a su edad, aunque no se haya juntado todavía carne con carne, las cosas del querer ya empiezan a ser cuestión de vida o muerte.
Como la mitad de las personas del censo melillense, Chadia profesa la religión musulmana. Se puede decir que nació ya con esa gravedad.
Por eso su credo piadoso es el Islam y, como buena practicante, repite continuamente expresiones de gratitud como quien recita una lección, y se esfuerza por rendirse a las órdenes de Dios a cada paso del camino, sin distinción entre su vida diaria y la religión.
Chadia ha decidido que las cinco oraciones que debe realizar al día, en cumplimiento de sus deberes de obediencia y abandono, le quitan mucho tiempo para acudir a clase.
A sus amigas les ha confesado en la intimidad que, en realidad, ‘acudir cada día al instituto le parte la mañana en dos’. Por eso ha abandonado sus estudios académicos en el tercer curso de la ESO.
Como cualquier chica joven también cuida su figura, aunque la esconda tras una túnica desaliñada y poco favorecedora, motivo por el cual el resto de niñas del instituto, que se suelen ataviar frívolamente con los últimos diseños de Inditex, se ríen de ella.
Una pena, porque estoy seguro que Chadia podría sacar más partido a alguno de los muchos dones con los que la naturaleza le ha favorecido.
Pero a Chadia no le importa. Porque en lo más profundo de su alma sabe que cuenta con una ventaja interior; y es que, gracias al Islam, podrá abstenerse de comer y beber desde el amanecer al anochecer durante todo un mes, y así conseguirá bajar ese kilo y medio que cree sobrarle, con lo que espera complacer a su novio, Alá.
Además, cara a su padre, el barbudo, justificará el ayuno voluntario del ramadán como una forma de vivir en sus propias carnes lo que las personas desafortunadas padecen.
Chadia aún no está preparada para peregrinar a la mezquita santa de La Meca. Piensa que ya tendrá tiempo en el futuro de cumplir con su mandamiento. Pero ahora le rondan otros problemas en la cabeza.
Porque la joven sufre, como cualquier adolescente en los albores de la pubertad, un atroz ‘acné vulgaris’; por eso, en cada oración, no se olvida de pedir a Dios con todas sus fuerzas que el mal desaparezca de su cara. Y es que, a esas edades, la belleza exterior no es una solemne ramplonería.
Cuentan que, meses atrás, Chadia estaba muy contenta, porque había encontrado la solución a su problema en las páginas del Corán, el libro sagrado del Islam.
Chadia descubrió que Dios reveló al profeta Mahoma que el ‘acné vulgaris’ disminuiría con el paso del tiempo, llegando incluso a desaparecer después de la pubertad.
Pero Chadia se impacientaba, porque lo que Dios no reveló al venerado Mahoma fue cuánto tiempo tardaría en desaparecer por completo la inflamación sebácea de su rostro. Incluso se citaban casos de antepasados que continuaron sufriendo ‘acné vulgaris’ durante décadas después de la pubertad.
Por eso ahora Chadia, triste y desorientada, se ha encerrado voluntariamente en un burka, la vestimenta de moda entre las mujeres afganas, que se convertirá en el cimiento y la techumbre de su nuevo hogar, y con el que espera conseguir su felicidad interior, el camino correcto hasta que desaparezcan las lesiones de su piel. Es una cuestión de fe.
Y yo lo comprendo, pero no quiero comprenderlo.
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