El 7 de julio de 2011 el BOE ha celebrado el primer encierro de las fiestas de San Fermín publicando un Real Decreto-Ley con medidas de apoyo a los deudores hipotecarios.
Como las carreras del primer encierro por las calles de Pamplona se saldaron con simples encontronazos y magulladuras, yo me he entretenido leyendo las bondadosas providencias aprobadas por el Gobierno que, con la venia, paso ahora a relatar.
Seguro que usted se pone muy contento porque se legisle en favor del deudor. Salvo que sea usted el acreedor, claro. Yo no lo tengo tan claro.
Y lo digo porque, para que exista un deudor, es necesario que se formalice previamente un contrato entre dos partes; ya saben, la parte contratante y la parte contratada. Y, en consecuencia, la parte contratada se compromete a efectuar determinados pagos a la parte contratante.
Sólo así, aunando anticipadamente voluntades, el deudor se convierte en sujeto pasivo de la relación, haciendo recaer sobre sus espaldas la tan temida obligación.
El problema se origina cuando el cándido e ingenuo deudor, que ya ha disfrutado de los bienes o servicios que puso a su disposición el acreedor, no efectúa los pagos comprometidos, convirtiéndose en moroso.
Para estos casos, como la razón sólo sabe lo que ha aprendido, los hombres de los dos hemisferios hemos fijado unas reglas comunes de convivencia, en virtud de las cuales los acreedores pueden ejercer acciones legales contra sus deudores para intentar recuperar lo acordado. Es algo así como asociar el deber y la dignidad.
Las recientes medidas aprobadas por el Gobierno se refieren únicamente a los deudores hipotecarios, ya saben, los que deben porque previamente recibieron un montante de dinero con el que adquirieron una vivienda.
La novedad legislativa acuerda elevar el umbral de ‘inembargabilidad’ de los ingresos mínimos del deudor, hasta 960 euros al mes, el 150% del salario mínimo interprofesional, para el caso en que, tras la ejecución de la vivienda, el precio obtenido tras su venta sea insuficiente para cubrir el crédito garantizado.
Es decir, ningún acreedor, generalmente llamado banco, podrá cobrarse importe alguno de su deuda si el deudor, al que se ha ejecutado su vivienda, no tiene ingresos superiores a esos 960 euros al mes.
Supongo que usted pensará que éste es un umbral de dignidad humana, por debajo del cual la existencia se hace intolerable. Supongo que usted estará a favor de la dación en pago, y pensará que lo legislado es sólo un parche. Supongo que usted pensará que bastante ganan ya los bancos y sus banqueros. Supongo que usted pensará que el crédito es un bien social, cuando se concede, y aún más cuando no se devuelve.
Supongo que usted pensará que algo hay que hacer en las actuales circunstancias. Supongo que usted pensará que los que no pagan es porque no pueden, y no porque no quieran. Supongo que usted pensará que los indignados lo están por no cobrar, y no por no pagar.
Yo supongo cosas parecidas a las de usted, pero también creo que aquellos que braman a diario porque el crédito vuelva a las familias y a las empresas, han de suponer que, si se dificulta más el recobro de las deudas legítimamente contraídas, los inversores privados harán muy bien en dirigir sus ahorros a aquellos lugares o negocios en los que las trabas legislativas sean menos condescendientes con quienes contrajeron voluntariamente obligaciones.
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