El último retruécano sonda nos lo hemos desayunado hoy. Va de amnistía. Pero no se apellida internacional, sino fiscal y cañí. La misma que parecía enterrada desde los tiempos de Miguel Boyer y Carlos Solchaga. La del perdón al asesino confeso por buen comportamiento; por hacer de funcionario a la sombra.
Y te cabrea. Porque es justo la posición contraria que nos piden, nos exigen, nos reclaman a los presuntos inocentes. A los tontos del cuento. A los que nos maleducaron a pagar siempre y que ya no sabemos hacer otra cosa.
Ahora nos recitan en rima que no son incompatibles ambas medidas. Que el obligado esfuerzo de unos bien se compadece con el voluntario desisto de otros. Que nuestro desvelo se puede conjugar con su flaqueza. Pues mire, para mí, no.
Al menos que lo digan con todas las letras y no nos vendan vendas para los ojos. Porque una amnistía no es un ‘plan de regularización fiscal’, como lo han denominado. Ni siquiera es un indulto. Porque el indultado sigue siendo culpable, pero al amnistiado le quitan las marcas y le revisten de preso político. Y sus culpas pasan a considerarse, a los ojos de la justicia legal y moral, como nunca cometidas, como vulgares inocentes.
Y por arte de magia del poder legislativo hacen desaparecer el delito. Como también desapareció el dinero de nuestros impuestos, y con él un buen trozo de libertad. Y mañana será ya tarde para empezar una revolución, porque hasta la moqueta huele a forense.
Lo único que me consuela es que a los malos, ahora ya buenos, les obligarán a suscribir, con su dinero negro, deuda pública española a cambio del perdón. Y, si les convencen, ¡qué cerca estará la venganza, la venganza de los mendas!
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