lunes, 5 de octubre de 2009

Madrid 2016

Probablemente me esté metiendo donde no me llaman. Probablemente mi opinión sobre este tema carezca de la información suficiente para que se la considere razonable. Probablemente alguien piense que me pasa lo mismo con el resto de cosas sobre las que opino sin tanto ceremonial previo. Excusatio non petita, accusatio manifesta. Probablemente sea todo verdad.

Yo no pretendo tener razón en lo que escribo. Entre otras cosas porque la razón no siempre tiene razón. También es cierto que el corazón rara vez es razonable. Yo sólo intento argumentar lo que digo, y no para ser consecuente o creíble, sino porque no sé ser de otra forma.

Por eso mismo no entiendo el sistema de designación de las sedes olímpicas. Quede claro que el tema en cuestión me provoca una mínima reflexión cada cuatro años y que, desafortunadamente, no formo parte de ningún comité evaluador de nada; seguramente porque no lo merezco; por eso, si quiero ir a cenar al Txistu, me lo pago yo de mi bolsillo, y no se lo dejo a deber a mis vecinos de ayuntamiento.

A lo que voy. Según parece, una norma no escrita del decálogo del movimiento olímpico hace decantar la designación de la ciudad organizadora respetando un criterio de alternancia entre continentes, de manera que se pueda disfrutar del mayor espectáculo deportivo del mundo por los cuatro costados de la tierra. Así ha sido hasta ahora. Me parece bien, incluso razonable. La conclusión más directa de esta máxima etérea es que prima el reparto del pastel ante las valías objetivas. Repito, me parece bien. Lo que no sé es por qué no nos retiramos las caretas y todos jugamos al mismo juego.

Confieso que no sé si Madrid era la aspirante más preparada para celebrar los Juegos Olímpicos de 2016. No tengo ni pajolera idea de los méritos de las ciudades candidatas. Lo que sí sé es que se nos ha dicho que más del 70% de nuestras infraestructuras ya estaban terminadas. Y no he escuchado a nadie rebatir tal argumento en pos de la candidatura de Río de Janeiro, finalmente designada.

Lo que sí parece claro es que la candidatura española se ha gastado 600 millones de euros sin saber cuánto y cómo ha de gastarse en el futuro para prepararse mejor, para ser mejor candidata en 2020, salvo esperar que la rotación de la luna olímpica no nos eclipse de nuevo.

A mi juicio las infraestructuras no virtuales, las carreteras ya transitables, la red de ferrocarril ya vertebrada, la financiación concedida, las plazas hoteleras ya habitables, todo esto, debería ser evaluado y medido previamente por los técnicos, y así otorgar una puntuación previa objetiva y no opinable con la que presentarse al examen de emociones final.

De esta forma se reduciría el peso del antojo, la manía y la arbitrariedad a favor de los criterios técnicos demostrables. A partir de ahí, un poco de emoción, un poco de llanto y un mucho de fiesta son muy deseables, aunque haya que aguantar al bueno de Bisbal en concierto.

En este modelo propuesto, los miembros del COI podrían seguir prometiendo su voto a todas las ciudades candidatas a la vez, podrían seguir dando el pésame a todas las no agraciadas, como si fueran otros los que no les votaron, e incluso estarían en su derecho a emocionarse con las lágrimas de Lula o con la longevidad de Samaranch.

Pero lo que no me parece presentable es que cien señores, por iluminados que sean, no deban dar explicación alguna, ni previa ni posterior, de sus decisiones, sea quien sea la candidatura elegida. Los valores que impregnan el deporte son los que promovió en el siglo XIX el Barón de Coubertin, y nos pertenecen a todos. No es un coto privado de cien señoritos que se mueven a base de caprichos ocultos.

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