Se lee y se escucha en los abrevaderos informativos que los nuevos gestores que salgan de las urnas del 20-N pretenden, cuando tomen las riendas del desaguisado nacional, crear un nuevo banco, al que se traspasarán todos aquellos activos inmobiliarios que solemos denominar eufemísticamente ‘problemáticos’, dadas las especiales características que rodean su valoración real de mercado o su plazo estimado de recobro. De ahí el calificativo de 'malo'.
El objetivo es limpiar de los balances de las entidades de créditos privadas españolas, aquellos activos relacionados con el sector inmobiliario, porque su viciado perfume nos presenta a los ojos de los inversores internacionales como sospechosos de un doloso delito de encubrimiento.
Y yo aprovecho la ocasión para quitarle algunos puntos suspensivos a la futura entidad, para que nos entendamos casi todos.
Para empezar, el nuevo banco ha de ser necesariamente público. Es decir, el accionista será la administración central; circunstancia que no es nueva, porque el estado, a través del F.R.O.B., ya ha sido y continúa siendo máximo accionista de algunas otras entidades con, digamos, problemas de subsistencia.
Lo que sí es nuevo es el tamaño de la nueva entidad, cuyo balance total rondaría los 175.000 millones de euros. Para poner la cifra en su justo valor, simplemente recordar que el total de la deuda pública española emitida, ésa que tanto preocupa a los inversores y a los mercados financieros, alcanza ya la cifra los 600.000 millones de euros.
Como he comentado, el balance del banco malo estaría formado fundamentalmente por activos relacionados con el sector inmobiliario español; es decir, préstamos a promotores y a empresas inmobiliarias de difícil cobro, más los inmuebles y solares que los garantizan, o los garantizaban en el pasado. Es resumen, el conjunto del enladrillado nacional que el desenladrillador privado no ha conseguido desenladrillar.
El primer problema consiste en fijar el justiprecio de los activos inmobiliarios, que será el importe que debiera abonar el banco malo público comprador, a los bancos y cajas de ahorros privados vendedores, que pasarán de esta forma a ser otra vez buenos. O, al menos, dejarán de ser tan malos como hasta ahora.
El segundo problema consiste en encontrar algún despistado inversor, algún suicida, algún fiel patriota o algún filántropo cercano al movimiento 15-M, que esté dispuesto a financiar todo o parte de los 175.000 millones necesarios, asumiendo en sus carnes el riesgo de que los activos que respaldan su inversión pierdan aún más valor, y acabe perdiendo parte de su dinero.
Dado que los inversores suele ser gente bastante bien informada, la solución de siempre, que fuera el estado español, emitiendo deuda pública nueva por ese importe, el que asumiera la condición de caballero blanco financiador, es actualmente más difícil que imposible.
Y entonces nos encontramos con un callejón sin salida que nos conduce nuevamente a Bruselas, que nos conduce a pedir lo que no tenemos, que nos conduce a dejar de aparentar, que nos conduce a dejarnos caer en cuerpo y alma en las bondadosas manos de la Unión Europea, al albur y el rasero del resto de socios europeos.
Nos conduce a tener que pedir para luego acatar. Nos conduce a ser obligatoriamente responsables de nuestros actos. Nos conduce a indignarnos por ser mayores de edad. Nos conduce a acampar en plan botellón en las plazas municipales.
En definitiva, nos conduce a recordar a Ortega y Gasset, porque no sabemos lo que nos pasa, y por eso nos pasa lo que nos pasa.