lunes, 12 de septiembre de 2011

La música

Hoy me atrevo a hablar sobre la música, y para ello me valdré del sonido de las letras. Y lo hago solo porque me gusta hacer las cosas que no es necesario hacer. Lo hago aunque tú sabes mejor que nadie lo que significa la música para ti. Lo hago simplemente porque me suena bonito hacerlo.

Pero sobre todo lo hago porque yo no entiendo de ritmo y armonía. Y porque envidio la angustiosa libertad del compositor, que cuenta con tan solo siete notas para describir lo que siente, para expresar infinitos mundos imaginados, para combinar deleite y sensibilidad, para encerrar el paso del tiempo entre fractales y círculos virtuosos.

Tan solo siete notas de vértigo de un alfabeto con el que ha de construir rascacielos de cadencias y apasionadas melodías, poemas sonoros sin métrica predefinida, inspiraciones divinas mitad ciencia y mitad arte.

El que nadie acierte a definir realmente qué es la música, ya la define por sí sola. Que casi nadie pueda negar su embrujo, la llena aún más de duendes y de espectros. Porque puedes atreverte a negar lo evidente, pero entonces la vida humana se queda bajo sospecha.

También es cierto que no es necesario definir la música cuando podemos simplemente disfrutar de ella. Hagamos entonces algo distinto; hagamos como hacen los filósofos. Demos un rodeo razonable... Supongamos que no existiera la música, o que estuviera prohibida... e imagina ahora el tedioso sonido del resto de tu vida... suena a broma pesada, ¿verdad?

... Olvídalo. Aparta el terror que te ha recorrido el estómago al pensar que sin música yo no podría continuar este artículo…

Vayamos mejor a refugiarnos en los clásicos; en los antiguos platónicos, para lo que una sociedad podía cambiarse fácilmente cambiando su música. O en los pitagóricos, para los que números y música eran lo mismo. Conceptos semejantes. Porque la matemática fija proporciones y la música construye relaciones armónicas que forman el sonido de la matemática.

Pero, ¿qué ocurre realmente cuando escuchamos música? Yo no lo sé, pero lo cierto es que siempre ocurre algo. Algo que nos sacude sin intermediarios, que nos proporciona alimento para el espíritu, ánimo para entender lo intangible, oxígeno para las almas vivas, socorro para las emociones, coartada creíble para las alegrías, ricino para las tristezas, argumento para la nostalgia, estilo para lo menos práctico, brillo para las rutilantes estrellas, y locura para tu ser racional.

Porque la relación de amor entre la música y el alma es infinita e inagotable. Es lo más comunicable que existe. El arte más asequible al alcance de nuestro sexto sentido.

La música es la compañera de viaje que nunca nos deja solos. Que nos permite quedarnos a solas. Que se acuesta a tu lado y se deja sentir. Que te aleja de todo y te impide sufrir.

Es el arte más oculto, el menos visible, el que mejor se une con nuestra memoria, porque se te clava en algún sitio y se queda ahí para siempre.

Porque el espectador que disfruta con la música siente más intensamente lo sencillo, lo que llega sin avisar, lo que parece humano sin serlo, lo que no necesita explicaciones, ni intérpretes, ni dobles sentidos, ni traducción simultánea, ni complicados cursos de CCC; porque para regocijarse con la música, ni siquiera es necesario creer en la vida eterna.

Es verdad que la música a veces mata a los músicos. Como a Antonio Vega. Pero también es verdad que a veces los resucita y los hace inmortales. Como a Antonio Vega.

SiempreVega