domingo, 27 de febrero de 2011

Ahorro obligatorio

El Gobierno acaba de prohibir la circulación en automóvil a más de 110 kilómetros por hora. Es una medida desesperada, coyuntural -como todo en la vida- y, fundamentalmente, hecha por buenos.

He leído estos días que Franco también implantó límites parecidos, adecuados a los utilitarios de la época, para combatir la crisis del petróleo del 73.

No pienso caer en ningún ejercicio comparativo entre ambos gobiernos, por respeto a los que vivieron aquella época, pero permítanme tan solo un chascarrillo que hace tiempo quería incluir en algún artículo y nunca me cuadraba.

Porque el Caudillo solía aconsejar a sus más allegados que hiciesen como él, y que no se metieran ‘en política’. No me dirán que la frase no es digna de la mejor astracanada de Muñoz Seca. Es lo que deberíamos pedir a este Gobierno-UVI que dirige nuestras vidas y venidas.

Y es que al conjugar el verbo prohibir nunca nos quedamos a gusto. Para seguir con el juego del teatro cómico, o nos pasamos por defecto o nos quedamos cortos por exceso.

Porque entre el mayo del 68 francés y su trasnochado 'prohibido prohibir', y el furor actual de arremeter contra todo y contra todos, supongo que ‘en algún lugar de la Mancha’ estará el término medio.

Que se lo pregunten a los aficionados a los toros, o a los dueños de locales privados abiertos al público, o a los padres de los adolescentes y sus chuches, o a los clavos de los crucifijos que presidían las aulas de los colegios. Nos acabarán quitando 'hasta lo balilao'.

Claro que, como en tantas otras ocasiones, ha vuelto a funcionar a las mil maravillas la ley del péndulo, la aversión a lo comedido y a lo sensato. Porque los principios que inspiran el movimiento del péndulo son contrarios a la regla de tres, porque huyen de lo proporcionado, y por eso tiene tal imán en las señas de identidad del comportamiento humano.

Pero es que el ejercicio olímpico de prohibir también debería tener límites; un especie de autocensura o maquillaje, porque prohibir determinadas prohibiciones no deja de ser otra desenfadada forma de prohibición. Así nos quedaría el decreto más aseado, algo parecido a prohibir sólo lo más injusto. O lo que menos nos interese en cada momento.

Ya sé que el planteamiento es un tanto retorcido, pero es que lo peor de la medida impuesta a los conductores no es la medida en sí, sino la carga comercial con la que se vende. Como una medida de obligatorio ahorro que redundará en nuestro bolsillo; sólo si somos buenos, como ellos.

Una medida que, nos dicen, nos hará más libres, porque habremos ahorrado dinero a cambio de tiempo. Y ese ahorro impuesto lo podremos destinar, ahora sí, a lo que nos quede de libertad.

Y, llegado a este punto, yo sólo me siento profundamente aliviado porque los 10 km/hora en los que se ha restringido momentáneamente el marco de lo permitido, al menos no se han presentado en sociedad como una ampliación de los derechos del ciudadano.

sábado, 19 de febrero de 2011

Manuel Pizarro

Esta semana le escuché en una entrevista por la radio; mientras llegaba al trabajo. Hacía tiempo que no se sabía de él. Un año, más o menos, el tiempo que lleva fuera de la política.

Sinceramente yo nunca entendí su paso por la política. Y no lo digo por falta de valía personal y profesional, fuera de toda duda, ni siquiera por aquel memorable cara a cara con el Ministro Solbes que tanto le perjudicó, sino porque la hoja de servicios de este Abogado del Estado en el mundo empresarial no me cuadra con la arena política, en la que la guerra de ‘los dos bandos’ impide la mayoría de las veces que el esfuerzo, la coherencia y el sacrificio se traduzcan en reconocimiento popular.

Por eso, harto de vulgaridad y de las bancadas anónimas del Parlamento español, Pizarro regresó en enero de 2010 al sitio de donde nunca debió salir. Al mundo empresarial. A presidir un prestigioso despacho de abogados.

Y eso que él mismo explica su corta experiencia en la política de manera distinta a la de un fracaso anunciado. Porque dice saber dónde se metía, a un oficio ingrato pero conocido, el mismo que se relata en ‘Las vidas de los doce césares’, una obra de casi 2.000 años.

Y Pizarro se va dando un tirón de orejas a aquéllos que detestan la política por considerarla algo distinto a la sociedad civil. Y yo estoy de acuerdo con él. Porque la gente que representa a los españoles no es distinta a la gente a la que representa. Con sus miserias y con sus virtudes. Si fuera así, todo sería demasiado fácil.

Pero volvamos a la entrevista y al campo económico, en particular al recibo de la luz. Porque esta semana el Presidente del Gobierno decidió alargar la vida útil de determinadas centrales nucleares españolas, lo cual suena a cambio de rumbo, pero esta vez en la línea adecuada. Porque si el Consejo de Seguridad Nuclear considera que no hay riesgo alguno, lo lógico es cambiar de opinión, ya que no se tiene criterio.

Pizarro explicó el encarecimiento del recibo de la luz de los últimos dos años a las mil maravillas, y lo hizo en pesetas, para darle un tono histórico a la cuestión.

Y es que hemos cambiado energía barata, con un coste de 4-5 pesetas el Kilovatio/hora, como en el caso del carbón y la energía nuclear, por energía de 10 pesetas el Kw/hora, como el fuel y el gas, o 15 pesetas el Kw/hora, para el caso de la energía eólica, y de hasta 250 pesetas el Kw-hora, para la energía fotovoltaica. Y cambiar barato por caro nos lleva al sitio en el que estamos y en el que no queremos estar.

El problema es que la vuelta a la energía nuclear ha de ser asumida por todos. Porque una central nuclear se tarda unos 15 años en levantar, y si el debate público no concluye en una mayoría pacífica, el siguiente turno de gobierno parará y expropiará las obras de construcción, y entonces se resucitarán viejos fantasmas del pasado, como los de Lemóniz y Valdecaballeros, cuyo coste de construcción seguimos pagando hoy en el recibo de la luz, a pesar de que estas centrales nucleares nunca llegaron a inaugurarse.

Escuchar a profesionales como Manuel Pizarro es un ejercicio sano e higiénico, una vuelta a la ligazón y a la consistencia, a llamar a las cosas por su nombre de pila. Es cierto que su discurso tiene un punto de radicalidad, pero es que el ejercicio de la coherencia acaba alterando a las personas, porque molesta sobremanera cuando las cosas se desvían de lo que deberían ser.