martes, 31 de agosto de 2010

Piedra, papel, TIJERA

Es como un juego macabro de niños. Primero se tira la piedra. Luego se pasa a borrador de papel. Y, definitivamente, se saca la tijera. Necesidad obliga, incapacidades manifiestas aparte.

Y es que no hay para más. Se pongan como se pongan. Por eso le llega el turno del recorte a las prestaciones públicas por desempleo (que suman ya más de 30.000 millones al año en España).

¿Qué le parece injusto? No lo crean. No es más que cuarto y mitad de escabroso que el recorte a los funcionarios, que la congelación a los pensionistas, que la guillotina a la obra pública, o que el abaratamiento del despido. Somos más pobres que antes, y cuanto antes lo entendamos, antes acabará el teatro del manirroto bienestar.

Y eso que ya hace más de doscientos años, Frédéric Bastiat, el genial escritor, legislador y economista, argumentaba que la gente ya se estaba empezando a dar cuenta de que el Estado era demasiado costoso. Lo que aún no terminaban de comprender entonces, ni ahora, es que el peso de ese coste recae sobre nosotros mismos. Pues la letra con sangre entra. Tanto más cuanto mayor es la letra pequeña que esconde el bien común.

Una vez asumido el golpe, pongámonos ahora a debatir si el tijeretazo que se está rumiando es el adecuado en términos económicos. Porque en lo que todos estaremos de acuerdo es que, si vamos a dejar de pagar una parte del seguro de desempleo, intentemos que el castigo sea pedagógico. En definitiva; que sirva de revulsivo para que algunos parados dejen de serlo.

Lo cierto es que actualmente un desempleado con derecho a subsidio percibe el 70% de su base reguladora durante los primeros 6 meses, y el 60% hasta el final de la prestación. Para fijar el periodo con derecho a desempleo se aplica una escala: cuatro meses por año cotizado, y hasta dos años de paro si se han cotizado seis.

Hasta donde hemos podido leer, el Gobierno pretende reducir estos porcentajes hasta el 60% y 50%, respectivamente, así como aumentar los periodos de cotización obligatorios para tener derecho a iguales periodos de prestaciones que los actuales. Algo parecido a los que se viene barajando para la reforma del sistema de pensiones. Es el mismo perro con distinto collar.

Lo comenta hoy Fernando Fernández en su columna del ABC: El camino que pretende andar el Gobierno es justo lo contrario de lo que se debería hacer. O así pensamos algunos.

Porque la lógica, y algunos manuales de economía, te explican que lo adecuado al acometer una reforma o rebaja en el gasto por desempleo es redistribuir las pagas al desempleado, incrementándolas los primeros meses para amortiguar el impacto inicial y para que no caiga el consumo, pero haciendo que la prestación caiga drásticamente a partir de una determinada fecha.

Como he comentado, el objetivo de este sistema es que la reducción del paro tenga un componente ‘educativo’. De esta forma el trabajador inactivo se verá empujado a aceptar nuevos empleos, sin duda asumiendo rebajas salariales, pero la reducción progresiva de su asignación por desempleo impedirá el acomodo del parado al subsidio y, sobre todo, ayudará a que sus cualificaciones profesionales no queden irreversiblemente obsoletas.

lunes, 23 de agosto de 2010

Salario mínimo

Desde las antípodas geográficas del planeta nos llegó este concepto allá por el siglo XIX. Y, desde entonces, dos grandes bandos separan a los hombres de los dos hemisferios. Por un lado, los sindicatos, que hacen de la elevación sistemática del salario mínimo una de sus demandas históricas. Por otro lado, los economistas más liberales, que interpretan que es el mercado el que debe fijar este umbral.

Antes de opinar y decantarnos entre malos y buenos hagamos una reflexión previa. Para ello les pido se olviden por un momento de lo ideal, lo quimérico, lo utópico, y centremos nuestro debate sobre lo real, sobre el arte de lo posible. Lo estrictamente viable.

Quiero con ello decir que todos estaremos de acuerdo en desear que los salarios de los trabajadores sean lo más altos posibles. Punto ganador pues para los sindicatos. En mi caso, me gustaría incluso que la preceptiva paga extra consistiera en la entrega a cada trabajador de un yate de no menos de 3 metros de eslora. Y, además, sin derecho a ser rechazado ni canjeado por regalo equivalente.

Lo malo es que lo ideal suele ser enemigo de lo posible; además, las opiniones acerca de los salarios se formulan con tal apasionamiento que, en la mayoría de las discusiones, se olvidan los más elementales principios.

Actualmente el salario mínimo interprofesional en España asciende a 633,3 euros al mes (738,5 euros mensuales con dos pagas extras prorrateadas). Para fijarlo, el Gobierno, previa consulta con asociaciones de sindicatos y empresarios, considera distintas variables de mercado, entre ellas el IPC y la productividad media nacional.

Pues bien. Pensemos qué ocurriría si, por ejemplo, el BOE estableciera la prohibición de pagar a los trabajadores de una industria X un salario mensual inferior a 1.500 euros. Este triunfo sindical traería varias consecuencias, no todas tan alegres como parece a simple vista, y que trataré de explicar.

Primero. Ningún trabajador de este sector cuyo trabajo no se valore, al menos, en esa cifra, volverá a encontrar empleo. No existe empresario en su sano juicio que contrate a un trabajador que le haga incurrir en pérdidas de manera recurrente. Antes se cierra el quiosco, se invierte en Letras del Tesoro y a otra cosa. En definitiva, habremos privado a un trabajador del derecho a ganar lo que su capacidad y empleo le permiten. En dos palabras, se sustituye salario bajo por desempleo.

Segundo. Cierto es que las empresas podrían elevar el precio de sus artículos para compensar el sobre coste ‘legal’ y, de esta forma, serían los consumidores quienes soportaran el incremento. En este caso, la reacción lógica de los consumidores sería buscar productos alternativos o comprar menos cantidad de aquéllos. ¿La consecuencia? Menor producción para las empresas afectadas y el consiguiente paro. El mismo final con distinto argumento.

Seguro que los lectores más bondadosos me replicarán que si nuestra industria X sólo puede sobrevivir a base de ‘explotar’ vilmente a sus trabajadores pagando salarios ínfimos e inmorales, justo es que desaparezca por completo. Sin ánimo de parecer un desalmado, me parece también justo comentar algunas de las consecuencias que el cierre de nuestra industria X traería consigo.

Por un lado, los consumidores serían privados definitivamente del consumo de estos artículos. Por otro lado, los trabajadores de esa industria quedan condenados al paro en su totalidad y se verán obligados a aceptar empleos alternativos, quizá de peores condiciones a los que por fuerza ‘legal’ abandonan. Además, y por último, esta demanda en masa de nuevos trabajos hará descender todavía más los salarios de los empleos alternativos que les sean ofrecidos, por aquello de la oferta y la demanda.

En definitiva, y promesas electorales aparte -del orden de 800 euros de salario mínimo-, y aunque es cierto que hay que tener utopías para vivir la vida, de vez en cuando no viene mal poner su contador a cero.

Este artículo está basado en la lectura del libro, ‘La economía en una lección’, del genial filósofo, economista y periodista norteamericano Henry Hazlitt, gran divulgador de la escuela austriaca de economía.

domingo, 22 de agosto de 2010

Lo gratis no vale

Hay afirmaciones como ésta que, por evidentes, nos parecen necedad. Decimos que son de Perogrullo. Se me entiende. Y eso que nadie conoce el verdadero origen del ‘sabio’ Pero Grullo. Ni quién era, ni si de verdad existió. Pero la marea popular lo ha traído hasta nuestros días, y de lo que nadie duda es del significado de las verdades de Perogrullo. Hasta la RAE lo santifica.

Y siguiendo esta línea quiero hablar hoy de lo gratis y de su valor. Si es que lo tiene, o si es una simple paradoja repelente. Y para ello me voy a apoyar en la matemática, pero no se asusten, sólo de refilón. Yo no soy experto en ciencias exactas.

Pues bien, los matemáticos nos repiten una y mil veces que no se puede dividir por cero. Y todos aceptamos las verdades de los números abstractos. Aquí no hay sectas. No hay gente de derechas y de izquierdas. Sólo demostraciones irrebatibles.

Intentemos razonar sin ecuaciones. Si entro en una tienda con un billete de 100 euros con la intención de comprar algún producto, ¿cuántos artículos podría adquirir si los objetos de mi deseo valieran 100 euros cada uno? Uno. ¿Y si sólo valiera 50 euros la unidad? Pues dos. ¿Y si valieran sólo 1 euro? Entonces 100. ¿Y si valieran 0,01 euros? Cojan la calculadora y verán que el resultado son 10.000 artículos. No les atormento más.

Lo que trato de explicar es que a medida que disminuye el precio, aumenta la cantidad de artículos que podemos comprar. Si siguiéramos disminuyendo el precio, la cantidad continuaría aumentando pero, si finalmente llegáramos a un punto en donde el precio por artículo fuera cero, entonces el resultado de la división sería infinito. Por eso los matemáticos nos dicen que no se puede dividir por cero. Dicho de otra manera, nos lo podríamos llevar todo a cambio de nada; y no me negarán que el asunto no entraña cierta contradicción.

Y por eso lo gratis no vale. Porque no le damos valor ni tiene interés alguno adquirir mayor o menor cantidad de las cosas. Porque ese infinito conseguido no es fruto de nuestro esfuerzo. Porque, tal y como funciona el mundo, es nuestra obligación corresponder de alguna manera a los beneficios que conseguimos gracias al trabajo de otros. Porque, aunque a usted le salga gratis, de balde, a otros les sale muy caro. Y porque esos otros se han esforzado para poner a su disposición aquellos bienes o servicios que usted desea.

Y la machacona realidad nos lo demuestra a cada momento. Pero, aún así, todos soñamos con lo gratis y con lo felices que seríamos si todo creciera de los árboles públicos de manera infinita. Y lo que digo no es una acusación ‘gratuita’, pero no pienso hablar de la prórroga de la subvención de los 426 euros a los parados porque me estropearía el artículo.

viernes, 20 de agosto de 2010

Más presión fiscal

Resulta difícil entender por qué una rotunda mentira, desmentida de inmediato por la propia Administración Tributaria, puede llegar a pastar alegremente como una categórica verdad. Me refiero al asunto de la presión fiscal que, un día sí y otro también, se comenta por los irresponsables políticos.

Porque los técnicos de Hacienda ya lo han aclarado. Para el que quiera leerlo: ‘Una cosa es la presión fiscal total, medida por el cociente entre los recaudado por IRPF, Sociedades e IVA, en relación al PIB, y otra distinta, la presión fiscal individual, la que se deduce de los tipos nominales de cada uno de estos tres impuestos’.

Para entendernos, una cosa son los datos agregados macroeconómicos que pocos entienden, y otra cosa son los datos individuales acerca del porcentaje que tenemos que pagar por IRPF, por Sociedades o por IVA, y que todos entendemos perfectamente.

Cierto que ambas ‘presiones’, la total y la individual, deberían conducir a parecidas conclusiones pero, como siempre que se manejan datos, hay gato encerrado.

Volviendo al informe de los técnicos de Hacienda, y distinguiendo por impuestos. En el caso del IRPF, nuestro tipo máximo es ya SUPERIOR a la media de los 27 países de la eurozona, 43% frente a 42,5%. Por poco, pero SUPERIOR.

Para el Impuesto de Sociedades la comparativa es aún más clara. El tipo impositivo español es del 30%, por el 23,2 % de la media de los vecinos de la UE.

El único tributo en que la fiscalidad española es claramente inferior a la comunitaria es el IVA, a pesar de su reciente subida. Sólo Chipre, Luxemburgo, Reino Unido y Malta tienen tipos inferiores.

Si esto es así, y además cada impuesto ‘pesa’, más o menos, un tercio del total recaudado, ¿cómo es posible que la presión fiscal total en España sea del 33,1%, inferior a la media de la UE, del 39,7%? ¿Dónde está el truco, el embeleco o la trampa? La respuesta no es fácil de explicar y, según parece, aún más difícil de entender.

Ahí va mi intento: Dos son las poderosas razones de esta disparidad. Por un lado, la caída del empleo en España hace que también caiga la recaudación total. Lógico. Aunque tengamos tipos impositivos superiores en el IRPF y en Sociedades, como hay menos personas trabajando y menos sociedades facturando, pues la bolsa de la recaudación desciende. Por otro lado, la economía sumergida española es la campeona de la eurozona y, gracias a ello, muchos de los parados que subsisten ingresando en ‘be’, no pagan impuestos y su dinero no luce.

Y como no hay mal que por bien no venga y la política sobrevive de artimañas efectistas, el paro y la economía sumergida proporcionan las armas fatuas de las que se benefician nuestro Ministro de Fomento, José Blanco, o el señor Almunia, por citar los casos más recientes, para presentarnos en bandeja de plata las razones de las próximas subidas de tipos impositivos.

Y, en nuestro caso, nada tiene que ver la menor presión fiscal total española, con la existencia de tipos nominales impositivos actualmente superiores a los de nuestros vecinos europeos. Blanco y en botella.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Los parados están también quietos

Es sólo un juego de palabras para desengrasarme tras la feliz vuelta al trabajo y para volver a hablar de lo cotidiano. Pero el titular tiene marea de fondo, porque alguno de los más de 4,6 millones de españoles parados se molestará y me dirá que me vuelva por donde vine, que me guarde las gracias donde me quepan y que muy bajo he caído si además se me ocurre hablar del síndrome postvacacional. Por eso pongo el cartel de no molestar y vayan mis disculpas por anticipado.

Pero es que desgraciadamente hay ‘otros’ desempleados que ya se han cansado de moverse y se han quedado quietos. Y han dejado de asistir cada día a la oficina de empleo de su barrio para pescar alguna oferta. Y han dejado de mandar currículos. Y han dejado de creer en reformas laborales. Y en sindicatos. Y en empresarios. Y en bancos. Y hasta en lo más sagrado.

Y a tanto llega su desesperación que prefieren un mal subsidio de desempleo a un mal trabajo. Prefieren 426 euros al mes de regalo (este importe se cobra una vez agotado el derecho a la prestación contributiva por desempleo), más unas chapuzas sumergidas por aquí y otras por allá, a frecuentar la cola del paro.

Y por eso rechazan ofertas de trabajo que ‘no son de los suyo’. Y yo entiendo el fondo moral de la cuestión pero, con el bolsillo colectivo agujereado, la única patria admisible es la del esfuerzo individual. Por eso alguien debería explicarles a los socorridos desocupados que un trabajo ‘que no es de lo suyo’ es mejor que un subsidio público ‘que sale de lo nuestro’.

Es un simple recuento de solidaridad porque el perverso Estado del Bienestar no da para más, y las ayudas al desempleado (que ya suman más de 30.000 millones de euros al año) sólo deberían llegar a aquéllos que buscaran empleo intensamente las 24 horas del día. Para aquéllos que estuvieran dispuestos a trabajar, aunque fuera de primera figura de cabaré. O de suplente temporal del reponedor de supermercado. O de profesor que enseña a hacer las oes con un canuto.

De otra forma estas prestaciones, y los posteriores subsidios regalados, no son más que un fraude de unos a otros. Y es cierto que la legislación española ya establece que los beneficiarios de las prestaciones por desempleo están obligados a buscar ‘activamente’ un empleo, pero algo no funciona correctamente cuando en 2009 sólo 1.450 personas sufrieron la retirada de su prestación como castigo a su pasividad.

El problema principal es la falta de trabajo, cierto, pero el sistema de incentivos a la sopa boba debe endurecerse y, de paso, habría que tener más pudor con el deporte del despilfarro y de regalar lo ajeno. Por el bien de todos.