viernes, 26 de febrero de 2010

Mis retenciones

Hoy he cobrado mi nómina y me ha dado por preguntarme en voz baja cuestiones sin solución. Creo que la gente denomina a este ejercicio locura transitoria o simplemente retórica, porque no persigue ninguna finalidad concreta, salvo la estética del dolor. Espero no deslustrarlo del todo al compartirlas con ustedes.

Al tema. Me preguntaba si lo que menos se ve de las nóminas, el importe de las retenciones, llega a estar tan oculto en nuestra mente que consigue anestesiarnos completamente de cintura para arriba.

Cierto es que tu madre siempre te pregunta que cuánto cobras ‘en neto’, es decir, quitando de en medio las retenciones. Cierto es que la obligación legal de retener es del pagador, del empleador patrón, pareciendo entonces que, en realidad, las retenciones se convierten en un derecho del cobrador empleado. Cierto es que, en estos momentos, si te retienen es porque eres un privilegiado con empleo.

Guasas aparte, lo que quiero decir es que, a veces, las malas consecuencias son casi invisibles para nosotros, y en vez de reaccionar, preferimos pensar ‘en neto’, y así el atropello se prolonga en el tiempo; se dispersa en la masa.

Obvio es que las retenciones no son más que periódicos pagos a cuenta de los impuestos, y que este drenaje sigiloso e indoloro va reduciendo poco a poco nuestra satisfacción, desplazando el fruto del esfuerzo hacia otras mesas menos perceptibles.

Pero lo único cierto es que mi salario las incluye, aunque se desagüe imperativamente en origen, la cual cosa no debería hacer demorar mi rebeldía ni extender artificialmente el efecto de la anestesia.

Es entonces cuando me he acordado de aquel momento que el que Milton Friedman, maestro del liberalismo económico del siglo XX y premio Nobel de Economía de 1976, fue preguntado en una de sus conferencias sobre cuántas formas conocía de gastar el dinero, a lo que respondió lo siguiente: ‘Sólo hay cuatro; gastar el dinero de uno en uno mismo, gastar el dinero de uno en otros, gastar el dinero de otros en uno mismo, y gastar el dinero de otros en otros’.

El Estado, al apropiarse de mis retenciones, siempre se encuentra inmerso en los dos últimos casos, circunstancia que suele terminar bien en sumarios de corrupción, bien en despilfarros poco visibles, eludiendo las más de las veces las consecuencias de sus actos repartidos en pequeñas dilapidaciones.

jueves, 25 de febrero de 2010

La falta de crédito

No sé si tiene algún mérito corear reflexiones ya escritas hace casi doscientos años. Sinceramente creo que no; yo lo hago sin ánimo de lucro y sólo por satisfacción personal. Además, en nuestros días la maquinaria de Internet lo pone todo al alcance de cualquiera; basta simplemente interesarse por el tema.

En este caso el autor aludido es el mordaz economista francés Frédéric Bastiat, uno de los más entusiastas pregoneros del liberalismo. Por eso, si ocasionalmente a usted le interesa leer sobre este tema, le aconsejo que vaya directamente a la fuente de la sabiduría Bastiat, pues salvo desmerecer el original, poco puedo hacer yo.

El trasunto de hoy gira sobre la feroz propaganda mediática en apoyo a la concesión de más crédito a las familias y pequeñas empresas españolas. Al parecer el dinero no llega, y sin crédito, también al parecer, no hay riqueza.

Profundicemos un poco. Cuando alguien desea adquirir un bien o beneficiarse de un servicio, es necesario que exista alguien que esté dispuesto a vender ese bien o a prestar ese servicio. Si, además, la primera parte contratante carece del dinero suficiente para adquirirlos, el dinero a préstamo aparece en escena para facilitar un acuerdo entre las partes.

Antes de seguir volvamos al principio. Estaremos de acuerdo en que no podrán adquirirse más bienes o más servicios que los que existan en cada momento en la economía, con independencia del volumen de crédito que ponga a su disposición el sistema financiero.

Es decir, los banqueros se encargan de facilitar el encuentro y el entendimiento entre los demandantes de crédito y sus oferentes, pero lo que no hacen ni pueden hacer es ampliar el número de bienes susceptibles de ser prestados o tomados en préstamo. Por tanto, el asunto del crédito como fuente de riqueza queda ya desmontado.

Distinta cuestión es la que gira en torno a la reputación o a las garantías que ofrecen a las instituciones financieras determinados demandantes de crédito. La materia que planteo es la siguiente: ¿han de ser las propias entidades financieras las que asuman el riesgo o debería ser el Estado el que garantizara a los prestatarios que no inspiran confianza al sector privado?

La libertad individual responde negativamente a la primera alternativa, y antes que se colapsen en apoyo nacional del débil les prevengo de la segunda alternativa con ayuda de las reflexiones de Bastiat.

Con el aval del Estado lo único que se conseguiría es desplazar el crédito de unos demandantes a otros, pero no aumentarlo, ya que, en un país y tiempo dados, sólo hay una cierta suma de capitales disponibles y todos se utilizan.

Y si es el Estado quien debe garantizar a los insolventes -asumido de antemano el perjuicio colectivo de los contribuyentes-, cierto es que se aumentará el número de los tomadores de crédito, pero lo que no se conseguirá es aumentar ni el número de los que prestan y ni el total de lo prestado.

martes, 23 de febrero de 2010

Desorden sindical

Uno no sabe por qué acaba pensando de una determinada manera, en una dirección concreta, y no al contrario. Seguramente para las mentes vulgares, como la mía, tenga mucho que ver el azar y la fuerza de la corriente. En el caso de los genios no ocurre así, y las más de las veces prorrumpen desde situaciones abiertamente hostiles.

También es cierto que los pensamientos de las personas evolucionan a lo largo de su vida, y no siempre en línea recta. Yo soy de los que suscribe ese viejo dicho que afirma que cualquiera que no sea socialista antes de los treinta no tiene corazón; y cualquiera que siga siendo socialista después de los treinta es que no tiene cabeza.

Y, aunque no me crean, digo esto desde el respeto a los avatares apasionados de la juventud, y con la resignación que glosa la razonable experiencia por carecer de otra virtud que no sea el mero paso del tiempo.

Quizá por todo eso esté en contra de la actitud reinante en los sindicatos españoles. O quizá sea sólo porque me han hecho tragarme hoy un atasco antológico por culpa de la manifestación trampa diseñada para colapsar el centro de la capital de España.

No voy a decir que por poco nos hacen creer que saltaban a la calle para defender a la clase obrera, porque no me creería nadie, pero me alegro que haya sido el Presidente del Gobierno quien haya dejado claro que los sindicatos tienen todo el derecho constitucional del mundo a manifestarse; con eso ha sobrado para deducir que se trata de una pantomima conjunta más, y que, en el fondo del fondo, a todos les importa más bien poco el futuro de sus representados.

Pero, ¿de verdad los sindicatos no valen para nada? No. Bueno, ahora no. Claro está que se trata de asociaciones voluntarias y, seguramente, podrían rendir importantes servicios a la comunidad. Por ejemplo, podrían participar en el proceso de elección entre incrementos salariales u otros beneficios, que podemos denominar genéricamente sociales, aunque yo huya deliberadamente casi siempre del término ‘social’.

También podrían intervenir en ayuda de la justicia en la estructura salarial en el seno de una organización. De hecho no hay nada más doloroso para un trabajador que la desigualdad económica antes los que él considera sus iguales.

Sin olvidar una de sus funciones principales, la de proveer asistencia mutualista a los trabajadores, de acuerdo a los riesgos en los que incurran en el desempeño de sus actividades.

Sin embargo, su finalidad primordial en estos momentos es la de intentar forzar el alza ininterrumpida de los salarios mediante coacción, aniquilando al mercado e impidiendo actuar a la competencia como elemento regulador en la asignación de recursos.

¿La consecuencia? Descensos en la productividad general de las empresas; por consiguiente, descensos en la remuneración del conjunto de los trabajadores y, sobre todo, paro, cuantioso y doloroso paro.

domingo, 21 de febrero de 2010

La curva de la infelicidad

No es lo piensan. O quizá sí. Si se atreven a leer hasta el final, y les apetece, me lo cuentan. Claro está que no me estoy refiriendo a la acumulación de grasa en el abdomen, la famosa curva de la felicidad invertida. De lo que intento hablar hoy, jugando con las palabras, es de la curva de Laffer, del economista norteamericano Arthur Laffer.

Cualquier manual de economía se lo explicará mejor que yo, pero voy a esbozar la regla que pergeñó Laffer para poder seguir con el artículo. La curva se dibuja como una ‘U’ invertida, que resulta tras colocar el tipo del impuesto en el eje de abscisas, y el montante de recaudación obtenida, para cada tipo impositivo, en el eje de ordenadas. Si nos colocamos en el vértice de la U -vista del revés-, la recaudación es la máxima posible. Hacia la derecha aumenta el tipo y se recauda menos, y sucede lo mismo si nos movemos hacia la izquierda. La vaca no da más leche nos pongamos como nos pongamos. Curioso, ¿verdad?

Es cierto que, como toda regla, no hay que tomarla a pie juntillas. Pero alguna consecuencia podemos extraer de ella. A mi juicio hay una lectura directa, pero leyendo el negativo de la curva; es decir, no siempre que se suban los tipos impositivos, vamos a conseguir recaudar más. Me quedo con esto. Sin más.

¿Sabe por qué? Por supuesto que lo saben; ¿o acaso no leen cada día el eslogan de ‘yo no soy tonto’ que tanto triunfa desde hace años en nuestro país? De eso se trata. Porque no hace falta ser economista para echar la cuenta de la vieja.

Lo que la regla esconde no es más que un cambio en los hábitos de los empresarios y consumidores ante una causa que les perjudica. Es decir, si mi capacidad adquisitiva se ve disminuida restrictivamente, como reacción tomaremos decisiones que intenten burlar la nueva presión.

La consecuencia más directa es el desincentivo a emprender, a trabajar, pues tendré que batirme el cobre más para tener la misma renta; o visto de otro modo, decidiré trabajar menos para no tributar tanto, pues el fruto de mi trabajo no se ve recompensado directamente en mi. Y por ahí es donde se reduce el montante recaudatorio.

Pero no se vayan todavía, aún hay más; como el incentivo al fraude fiscal o a la evasión impositiva hacia el extranjero y, sobre todo, la especie de metamorfosis kafkiana que experimentas al ver en el espejo la cara de tonto que se te queda al darte cuenta que te levantas los meses de enero, febrero, marzo y abril para pagar a un nuevo dueño de tu libertad que se hace llamar fisco.

A propósito de Henry

Mis comentarios de hoy no son reflexiones propias, sino simple empaquetamiento de las brillantes ideas de Henry Hazzlitt, considerado por algunos el periodista económico más importante del siglo XX en Estados Unidos, y uno de los más destacados paladines de la libertad.

Hazzlitt nació a finales del siglo XIX, en 1894, y falleció 99 años después, tras una vida repleta de colaboraciones en los más importantes diarios económicos de Estados Unidos, dejando también un legado de publicaciones que, rescatadas hoy por los medios de comunicación, siguen vociferando certeras soluciones a los problemas económicos de la más rabiosa actualidad.

Su columna semanal en Newsweek, ‘Business Tides’, gozó de enorme popularidad. Su incansable lucha vital la libró contra las falacias de los malos economistas, y de los economistas malos, que presentan verdades a medias logrando su mayor éxito al exponer públicamente sus despropósitos económicos a costa de una mayoría del auditorio que encuentra difícil seguir con atención la cadena dialéctica que necesita la economía.

El recurso del arma demagógica es letal, pero altamente efectivo. Nuestros dirigentes lo saben y con esta base toman sus decisiones considerando exclusivamente las consecuencias inmediatas de su política económica y sus efectos sobre un sector en particular, sin reparar en las que produciría a largo plazo y sobre el conjunto de la comunidad. Este trampantojo sólo nos permite ver lo que se advierte de un modo inmediato, contemplando las consecuencias directas de las medidas a aplicar, pero desatendiendo las indirectas y más lejanas.

Hazzlitt desenmascaró muchos de los tópicos que se vierten a diario sobre la economía; uno de tantos lo ilustró de la forma más sencilla posible; es el caso de aquel golfillo que lanza una piedra contra el escaparate de una panadería, huyendo inmediatamente. Es entonces cuando empiezan a acudir curiosos que reflexionan sobre lo sucedido, concluyendo que la desgracia también tiene su lado bueno, pues ha de reportar beneficio extra a algún cristalero y, a su vez, éste dispondrá de más renta para consumir en tiendas de otros comerciantes; es decir, el escaparate roto irá generando riqueza en otros establecimientos, y la cosa seguirá así hasta el infinito.

Los que presenciaron el suceso tenían razón, al menos en su primera conclusión; sin embargo, el panadero deberá desprenderse de un dinero que pensaba destinar a un traje nuevo, del que ahora deberá prescindir. En su nueva situación en lugar de una luna y un traje, dispondrá tan solo de la luna de su escaparate. En una palabra, lo que gana el cristalero, lo pierde el sastre.

No ha habido, pues, nueva oportunidad de empleo; la gente sólo consideraba en su reflexión al panadero y al cristalero, olvidando al sastre porque éste no está presente en la escena del crimen. Sólo advierten aquello que está delante de sus ojos. Además se confunde necesidad con demanda. La verdadera demanda económica requiere no sólo necesidad, sino también poder de compra.

En este sentido, la creencia de que las obras públicas necesariamente crean nuevos empleos es falsa. Si se obtuvo el dinero mediante impuestos, por cada euro que el Estado gastó en obras públicas se dejó invertir un euro menos a los contribuyentes en sus propias iniciativas y necesidades, y por cada empleo proporcionado mediante el gasto público, se destruyó otra colocación en la industria privada.

No existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que la provocada por las inversiones estatales. Surge como la panacea de nuestras congojas económicas, de nuestro miedo a la libertad. ¿Que se halla parcialmente estancada la industria privada? Inversión estatal. ¿Que existe paro provocado por insuficiente poder adquisitivo de los particulares? Gasto público.

Es cierto que una cierta cantidad de gasto público es indispensable para cumplir las funciones esenciales del gobierno: travesías, carreteras, puentes, túneles, fuerzas de seguridad, bomberos…. Dichas partidas son adecuadas, pero no las que se consideran un fin para combatir el paro o para proporcionar a la comunidad una riqueza de la que en otro caso carecerían.

Si se construye un puente para atender una insistente demanda pública, si se resuelve un verdadero problema de tráfico o de transporte, entonces ese gasto público es más necesario para la generalidad que las frustradas decisiones individuales de los contribuyentes.

Pero no olvidemos que, en la imaginaria construcción del puente, veremos a los hombres temporalmente ocupados y el argumento político convencerá a la mayoría; lo que no vemos son los otros proyectos abortados, malogrados por el dinero arrebatado a los contribuyentes.

En el mejor de los casos, el puente habrá provocado una desviación de actividades (industria del automóvil, inmobiliaria, textil, agrícola….); sencillamente, se ha creado una cosa a expensas de otras.

jueves, 18 de febrero de 2010

Perpetuamente inminente

Es lo que se dice de la muerte respecto de la vida. Sabes que puede suceder en cualquier momento, pero nadie sabe cuándo va a dejar de ser un enigma. Es sólo un ejemplo, no quiero asustarles demasiado, pero me vale para empezar a hablar, una vez más, de la anunciada quiebra del sistema de pensiones español, de la que tampoco hay duda que llegará, aunque no sabemos con precisión ni cuándo ni, sobre todo, cuánto nos va a afectar.

La pirámide demográfica no hay quien la cambie. Encima ahora nos da por no tener hijos y por vivir de vacaciones pagadas hasta los taitantos, sobre todo ellas, que pasan de la igualdad en según qué casos. Las crisis económicas en las que conviven altas tasas de paro sólo agudizan el problema.

Todo esto es un cóctel explosivo para un sistema de pensiones de reparto, de falaz reparto, porque nos empobrece a todos. Que alguien me explique cómo vamos a digerir, en términos financieros, los años en los que debamos pagar a los pensionistas más que lo que ingresemos por cotizaciones de los trabajadores en activo. Ah, sí, ya me acuerdo, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. Vale, con más impuestos. Podríamos, por ejemplo, subir el IVA al 50%, el IRPF al 65% y el impuesto de sociedades al 70%. Suena a circo, pero motiva.

Pero el peor truco de magia es el evidente. Como el de subir la edad de jubilación de forma espasmódica hasta los 67. O hasta los 70. Tanto me da. Nadie duda de su eficacia, si lo que queremos es fugarnos hacia adelante, por la escalera de incendios. Si lo que queremos es retrasar el problema unos cuantos años. Si lo que no queremos es acabar con este sistema fraudulento. Si lo que no queremos es proteger el esfuerzo personal, el del individuo.

No pongo en duda la legitimidad social de unas pensiones mínimas, vistas como un pequeño aporte de dignidad. Pero hasta ahí. Y dando gracias al forzoso donante. El resto del pastel es para el que lo trabaja, como la tierra y como el mar.

Y no veamos en un sistema de capitalización individual, de sacrificado ahorro, un rasgo de maldad, sino un sistema que nos proteja de veras a nosotros, a nuestro esfuerzo, a nuestra voluntad y a nuestras familias, y sólo desde ese paraje podremos dejar trabajar a la mano invisible de Adam Smith, para que vuelva algo de su ‘Riqueza de las naciones’.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Efecto desánimo

No se trata de un complejo de inferioridad, aunque es verdad que te puedes sentir un tipo de menor valía que los demás. También brota de forma instintiva, y también suele desembocar en un ser abatido al que le cuesta conseguir sus objetivos. La principal consecuencia, a mi juicio, es que consigue convertirte en un experto fugitivo de tus problemas.

¿Y por qué me doy un banquete filosófico en plena sección de economía? Pues porque mucho de lo que pasa en nuestras vidas económicas, aunque no lo sepamos ver, lleva camuflada una consecuencia, y no siempre es razonable.

Lo que yo intento comentar, y que tanto me está costando por incrustarle tanta retórica, no es razonable. Al menos deberíamos intentar que la razón no tuviera razón esta vez. Me quiero referir al efecto desánimo que provoca la penosa situación del desempleo; sí, ya saben, esa nueva ocupación que está tan de moda en España.

Pues bien; si de cada cien personas en condiciones de trabajar, veinte no lo pudieran conseguir, la impasible estadística nos dice que nuestra tasa de paro alcanza el 20%. ¿y si, por ejemplo, tan sólo un miembro de nuestra hipotética clase trabajadora se nos desanimara porque creyera que no puede encontrar un trabajo razonable en un plazo de tiempo prudente? Pues va la estadística y nos dice que nuestra tasa de paro se ha reducido al 19,19%. Dividan si no me creen.

No seré yo quien les intente desanimar activamente, pero como se suele decir, no hay mal que por bien no venga. Espero que las dos clases que le susurraron al oído de toda España al Presidente del Gobierno no fueran tan poco elegantes como es ésta.

Por el contrario, lo cierto es que el miedo al efecto desánimo parece que está cundiendo en el ánimo de la clase trabajadora. Las cifras nos dicen que el absentismo laboral se ha reducido por el miedo a perder el trabajo; ahora los catarros han de ser muy virulentos para causarnos una baja por enfermedad, e incluso las horas extraordinarias ya no se ven como un atropello a la conciliación de la vida personal y la familiar, sino como algo diferente que yo no me atrevo a valorar por el toque de burla sangrienta que conlleva.

martes, 16 de febrero de 2010

Bonus malos

La palabra bonus no aparece en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Tampoco en el Panhispánico de dudas. Pues empezamos bien.

Para entendernos, aunque creo que nos entendemos perfectamente todos cuando hablamos de bonus; me refiero a la retribución salarial variable de un trabajador, es decir, aquella que se pacta no por unidad de tiempo, sino por unidad de obra o nivel de ventas conseguido.

Pues está en tela de juicio, sobre todo la de los malignos banqueros. Ya lo sabrán. Y no me extraña que se abra el debate, aunque me da la impresión que se va a cerrar de mala manera, con serios efectos secundarios. Y tampoco me extraña; los bonus son un tema demasiado serio como para dejarlo en manos de una pandilla de mediocres políticos.

Entiendo que el tema abra heridas en el trabajador con nómina ‘fija’. Pero es que una cosa es la envidia que sintamos y otra muy distinta el funcionamiento de la economía en general, y del mercado de trabajo en particular. Me explico.

La que expongo a continuación es una teoría de mitad del XIX, pero que me parece tan fresca y atinada como cuando fue enunciada. Los salarios dependen fundamentalmente de la oferta y la demanda de trabajo, es decir, el trabajo es una mercancía como cualquier otra, sujeta a las fuerzas del mercado, y que se ofrece y se adquiere en un mercado llamado 'laboral'. La oferta la constituyen el número de trabajadores en condiciones de trabajar, en tanto que la demanda la formulan los dueños del capital.

Los salarios variables se pactan entre los trabajadores y sus empresarios, en beneficio de ambos y de manera libre. Es lo que tienen las empresas privadas, que son de sus dueños, y por eso las opiniones rasgadas de los que vemos los toros desde la barrera no son más que nobles virtudes de quienes no tienen otras. En este campo, entiéndanme.

Y si intentamos limitar los bonus legalmente, el variable pasará a cobrarse en fijo y asunto resuelto. O peor aún, el talento directivo pasará del sector financiero al de las telecos o al eléctrico en un abrir y cerrar de ojos.

Distinto debate es el que se pregunta si deben cobrar bonus los directivos de entidades que han sido rescatadas por el Estado. El que se pregunta si hay alguna correlación entre la reciente crisis sistémica financiera y la codicia de los banqueros. El que se pregunta si deben existir límites a las retribuciones variables, o ajustar éstas al riesgo asumido por el directivo. O el que se pregunta si debe diferirse el cobro de parte de la retribución variable.

Estas si son discusiones atractivas y que vienen a cuento, pero que deberían ventilarse lejos de los bienintencionados buenismos políticos, lejos del populismo sindical y siempre con celestial respeto a la inmaculada frontera que separa el bien público del privado.

¡Vaya!, qué místico me he puesto al final.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Tragedia griega

Resulta difícil hacer una reflexión que no caiga en lo excesivo cuando la primera palabra que se escribe es la de tragedia, aunque ya se sabe que estos artículos que intentan incluirse dentro del género de la opinión precisan de un buen titular para hacerle al lector un imaginario gancho con el dedo índice en señal de reclamo.

Para que exista tragedia es necesaria la caída de un mito. Si es en el teatro es más digestiva. En la vida real hay pocos mitos, pero muchas tragedias donde el protagonista suele salir mal parado. No voy a decir que Grecia sea un mito financiero, al menos desde este lado del mediterráneo, aunque si a causa de la enfermedad griega se alzan voces intentando tambalear nuestra moneda única, el euro, la cosa toma tintes trágicos.

A más, a más. Si desde puestos de responsabilidad europea, el Comisario Almunia, costilla de nuestras costillas, compara campantemente la situación económico financiera de nuestra España con la que atraviesa actualmente Grecia, se empiezan a evidenciar todos los ingredientes de la tragedia cañí. También la prensa anglosajona nos crucifica cada lunes y cada martes, aunque es verdad que se trata de su juego preferido.

Desconozco en profundidad las tripas del problema heleno, pero no es demasiado complicado analizar los principales datos de ambos países y llegar a determinadas conclusiones.

Estamos peor que Grecia en desempleo. El doble peor, y la orina de nuestro enfermo tiene muy mala pinta. También estamos peor en el grado de apalancamiento (endeudamiento) del sector privado. El español medio ha querido vivir por encima de sus posibilidades aún más que el griego medio. Y nos lo han permitido fingiendo que éramos adultos.

Estamos algo mejor que Grecia medidos en relación al déficit público, pero parece que ambos gobiernos han perdido la capacidad de generar ingresos impositivos. Nos queda el cinturón del gasto para compensarlo, pero visto está que no queremos tomar decisiones en contra de los instalados cómodamente en el confort del sistema. Se trata de molestar lo menos posible.

Y estamos mucho mejor que Grecia en deuda pública sobre PIB, en ratings externos y en el diferencial del bono nacional respecto al alemán. Es aquí donde radica el problema griego y la quiebra de sus cuentas, porque existe la probabilidad innegable de impago de sus compromisos, y aunque no queramos, los países de la eurozona vamos a tener que acudir en su rescate, con el consiguiente efecto contagio a otros países euro. El plan lo van a liderar los líderes. Alemania y Francia. Nosotros creemos más en la alianza de civilizaciones y en los pajaritos preñados.

Lo malo es que cunda el ejemplo, el mal ejemplo, de acudir siempre en rescate del mal gestor, del irresponsable, y en eso el periodo de aprendizaje de los rinconetes y cortadillos es veloz, y mucho me temo que podamos caer en la picaresca de pensar que ya nos sacarán las castañas del fuego cuando demos definitivamente el paso de la comedia a la farsa, y desde allí directos al estreno de nuestra particular tragedia.